A mi Ana María.
Tuve una niña con los ojos hermosos y grandes como dos lunas, como un deseo. Apenas la puse en mi regazo, todavía húmeda y vacilante, ella me miró con esos ojos de cielo y algo en las alas de sus labios que parecía pregunta.-¿Qué quieres saber?- le susurré, jugando a que entendía su gesto.Siempre pensé que mi hija era el ser más bello sobre este planeta. Su piel tan suave y su color de porcelana, sus pestañas que parecían alas de mariposa y esa placidez sublime que reflejaba mientras dormía, parecía un ángel. Me sentí orgullosa de pensar lo que podría hacer con la sangre y las quimeras que latían en su cuerpo.
Cuando nació, me dediqué a contemplarla en todos los momentos, así pasaron meses, pero ese día, sin ningún aviso, la inexpugnable vida hizo caer sobre mi bebé una enfermedad que en pocas horas transformó su magnífica viveza en convulsión extenuante y remota que parecía robármela y entregársela a la muerte. Traté de despertarla, recurrí a todos los secretos curativos, pero sin poder hacer nada, llena de angustia y de terror la llevé hasta el hospital. Allí me la arrebataron de los brazos y una docena de médicos y enfermeras empezaron a moverse agitados y confundidos en torno a mi pequeña. Se la llevaron en una camilla a otra sala a donde yo no podía entrar y entonces me ganó el peso de mi cuerpo, caí al suelo incapaz de cargar conmigo misma y con ese dolor que me aplastaba, un sufrimiento tan grande que me estrangulaba el alma. Estaba ahí postrada en tierra cuando mi marido, un hombre como todos, aparentando sensatez y prudencia, me extendió su mano para que me levantara y me regañó por mi falta de cordura y esperanza.
Él confiaba en la medicina y hablaba de ella como lo hacen otros de Dios y por eso le molestaba mi actitud, pues yo lloraba inconsolable maldiciendo al destino.Mi hija fue aislada en una sala de terapia intensiva, un lugar blanco y limpio al que solo podíamos entrar las madres durante media hora al día. Ese momento las otras lo llenaban con oraciones y ruegos, persignaban el rostro de sus hijos, les recorrían el cuerpo con estampas y agua bendita, pedían a todo Dios que los dejara vivos. A mí solo me alcanzaba el aliento para acercarme a la cuna de mi niña y pedirle: “no te mueras”. Después lloraba y lloraba, inmóvil dejaba que mis lágrimas corrieran por mi rostro y me quedaba así hasta que las enfermeras me avisaban que ya la media hora había pasado.Salía y volvía a sentarme en las bancas que estaban cerca de la puerta, con la cabeza sobre mis piernas, sin hambre, sin voz, llena de soledad, ferviente y desesperada. En mi mente muchas preguntas me asaltaban. ¿Qué puedo yo hacer? ¿Por qué tiene que vivir mi hija? ¿Qué le puedo ofrecer a su cuerpecito lleno de agujas y sondas para que le interese quedarse en este mundo? ¿Qué puedo decirle para convencerla de que vale la pena hacer el esfuerzo en vez de morirse?
En la mañana, sin saber por qué razón, iluminada por los fantasmas de mi corazón, me acerqué a mi pequeña y empecé a contarle las historias de sus antepasadas. Quiénes fueron, qué mujeres tejieron sus vidas con qué hombres, mucho antes de que ella habitara en mis entrañas. Le conté de qué estaban hechas, cuántos trabajos habían pasado, qué penas y alegrías tenía ella como herencia. Quiénes sembraron con arrojo y fantasías la vida que ella debía prolongar. Fue mucho el tiempo que pasé recordando, imaginando, inventando. Le hablé a mi hija al oído cada minuto de cada hora disponible y por fin, un jueves por la tarde, yo estaba contándole sin tregua alguna historia, cuando vi su rostro iluminado por sus ojos grandes de luna, mirándome ávida y desafiante, como sería el resto de su larga existencia. Mi marido agradeció a todos los médicos y ellos dieron gracias a los adelantos de la ciencia; yo simplemente abracé a mi ángel y salí del hospital sin decir una palabra.
Sólo yo sabía realmente a quiénes agradecer por la vida de mi niña, y siempre supe que ninguna ciencia era tan poderosa como la que estaba escondida en los ásperos y sutiles hallazgos de otras mujeres con los ojos grandes.
(Adaptación del último cuento del libro “Mujeres de ojos grandes” de Angeles Mastretta) Ana Maria fue diagnosticada de epilepsia occipital benigna en julio de 2006. En diciembre de 2007 sufrió una grave crisis y debido a una sobredosis en los medicamentos que recibió en la sala de urgencias estuvo "dormida" por dos días. Después de esto nos opusimos al tratamiento tradicional con neurodepresores y desde entonces sigue un tratamiento homeopático. Ella no ha vuelto a tener ningún episodio de epilepsia hasta el día de hoy.